Elle obéit au soleil et commande aux flots
[Obedece el sol y domina las olas]

César de Beaufort, almirante de Francia, súbdito de Luis XIV

El muelle

Imaginemos por un momento un muelle con sus barcos; anochece y por donde quiera que se camine hay personas comprando pescados, aves, esclavos y especias. Imaginemos el sonido del mar y las voces, las luces fulgurantes que provienen de candilejas y de lámparas de aceite que están distribuidas por todo el sitio y que, personas encargadas de ese oficio, encienden una a una pacientemente. Sin embargo, debemos advertir que la luz de cada una de las llamas es totalmente prescindible, puesto que esta noche, la de nuestro relato, es noche de luna llena.

Creeríamos que este muelle es igual a todos los muelles del mundo, que sus barcos y sus navegantes, que sus gaviotas y su ambiente salado y hostil, es idéntico al de cualquier pueblo costero, en cualquier parte del planeta. Pero sucede que cada mes, en cada plenilunio, todas las estrellas de la galaxia se entremezclan y se confunden en el firmamento; las nubes se disipan y todo en el aire es tan limpio que cuesta creer que uno está despierto. 

…el tiempo se ha detenido y solo podemos celebrar todo este sueño.

Muchos pasan por desapercibido esos detalles. Ante los ojos de los vendedores – asiduos visitantes de aquel espacio –  estas noches son solo noches de luz, noches en los que el día parece ser un poco más largo y en el que, por supuesto, hay buenas ganancias; pues los habitantes de aquella ciudad se lanzan a las calles y lucen trajes que guardaban cuidadosamente para esta noche (y que, yendo a un extremo, no podríamos llamar “de gala”, sino que se trataba de prendas limpias y sin rotos). Pillos y ladronzuelos hacen de las suyas al arrebatar monedas y collares a los más adinerados; mientras tanto, hombres y mujeres bailan en la plazuela del pueblo, que queda a unos pocos pasos del muelle. Los gritos de alegría y la música se confunden con el llanto seco de un bebé.

Todo es fiesta, movimiento, algarabía y muchedumbre: soldados y pastores convergen en la misma tienda; entre tanto, el olor a tripas podridas de pescados y de pollos se mezclan con el humo de alguna fogata en la que se cocina jugosa carne de cordero. 

— Es una buena noche, Julián. Una buena noche para todos. Pareciera que no fuese a terminar, el tiempo se ha detenido y solo podemos celebrar todo este sueño.

Las luces en el cielo

Cuando el fuego ya había calcinado los últimos troncos de madera seca, y muchos hombres yacían ebrios y dormidos sobre costales de especias y granos, el cielo se abrió. Dos pescadores que estaban contando dinero vieron cómo tres meteoros dejaban una estela de fuego y humo mientras caían. El asombro era tal que tuvieron que echarse agua en la cara. Sus bocas estaban tan abiertas que, fácilmente, podrían caber una a una todas las moscas que rondan los restos de pescado podrido. No decían nada. No entendían por qué el cielo se desplomaba, por qué tres rocas, cuan si se tratara de las tres moiras griegas, caían directo al gran océano. 

Los hilos del destino habían perdido a sus custodias y ahora no había tiempo, no había espacio.

Poco a poco, el tamaño de aquellas rocas iba disminuyendo. Los pescadores pensaron, por un segundo, que si esas rocas tocaban el mar las olas iban a ser gigantes y todo el pueblo sería arrasado. De pronto, y para sorpresa de todos, cuando por fin desaparecieron los meteoros y sus largas colas de candela y destrucción, el aire se tornó pesado. Ya no se podía caminar, ni hablar. Para pensar en lo que estaba sucediendo se necesitaba una fuerza descomunal que muy pocos pudieron desafiar.

La ingravidez hizo de las suyas y todos se levantaron por el aire, como si la tierra hubiera sacudido todo su manto y como si ellos estuvieran hechos de algodón. No se trataba de una acción violenta, por el contrario, el hecho de flotar en medio del mutismo y de la noche hacía que todos quisieran dormir eternamente. Los hilos del destino habían perdido a sus custodias y ahora no había tiempo, no había espacio. Una mujer apareció por en medio de todos, rodeada de un halo de bondad y luz, su mirada era apacible y su cuerpo desnudo abarcaba toda la belleza del mundo; era ella, la más hermosa entre todas, Venus.

La sombra

Hasta ahora vemos que nuestra noche, la de este relato, es la noche del movimiento. Y es que los dioses habían decidido celebrar entre mortales; Baco llenó todas las jarras de vino y el resto de las divinidades acudieron a tan magno encuentro. Los hombres, unos dormidos y atontados por el licor, los otros boquiabiertos por dicho encuentro, seguían suspendidos en el aire. Las luces de las candilejas y lámparas estaban más vivas que nunca y todo el cielo había regresado a su tonalidad azul; había tanta luz que la Luna se había hecho totalmente prescindible.

Todos, mortales y dioses, ahora empezaban a interactuar. na gran mesa estaba dispuesta por en medio de la plaza y el muelle, y montones de copas y vasos repletos de vino y cerveza estaban dispuestos para los comensales, quienes se saboreaban viendo cómo las fogatas volvían a avivarse y cómo la carne desprendía ese olor tan característico y dulzón. 

Tal era el festejo y la mezcla de sabores en el paladar que, los hombres y los dioses no notaron la desaparición inmediata y trágica de los astros que adornaban la esfera nocturna. La Luna, y sus incontables cráteres, se habían ido para siempre; las estrellas, en su absurda lejanía, se habían marchado a otros cielos, a otras galaxias. Poco a poco reinó la tristeza. Los corazones de los hombres estaban temerosos y nostálgicos, y los dioses ya no bailaban. 

Demonios y figuras de un horror espectral empezaron a emerger de la oscuridad. Las llamas se apagaron de una vez por todas y hubo gran regocijo en el mar: el canto de las ballenas estremeció el mundo entero. Y aunque los dioses intentaron restaurar el orden del cosmos, todo era angustia y miedo, muerte y destrucción. Nadie sabía cómo afrontar esta suerte de destino imparable, esta devastación monstruosa que dominaba todas las sombras en el universo. 

El latir de los dioses

Entonces reinó el silencio. Y la oscuridad hizo de las suyas. No había señal alguna de vida entre los humanos, pero tampoco de muerte. Todo se mantenía en medio de un hechizo trunco que asaltaba las emociones y el ánimo. Los dioses partieron, en forma de flechas de oro, rumbo al cielo, tratando de romper las tinieblas densas que cubrían a la Tierra. 

…hicieron de su divinidad un único esplendor y, juntos, entonaron la más bella melodía jamás conocida.

Todo fue en vano. Parecía que esta, la noche de nuestro relato, fuera a ser la última de todas las noches de la humanidad. El antiguo pacto firmado entre dioses y hombres finalizaba de esta manera, opacado y destrozado por la vanidad misma de la celebración y del despilfarro. La desmesura de los dioses y la vanidad de los hombres habían despertado viejos y fuertes resentimientos en dioses muy antiguos que no fueron invitados al festín. 

Hubo quietud en los corazones de todos los hombres y de todos los dioses. Pero en el centro del planeta el fuego se mantenía vivo, los arroyos y las cascadas aún cantaban notas de vida y de movimiento, los animales más pequeños y los pájaros aún sentían el candor de la existencia en sus cuerpecitos. El aire, arremolinado y furioso, movió árboles e irrumpió con la paz tormentosa y oscura que se había impuesto: las raíces movieron la tierra y el fuego que había en el corazón de la tierra se filtró por entre las gruesas capas de rocas. 

Hubo un estallido de luz en el mundo. La vida, en todas sus formas, entendió que era el momento de romper y, con sus últimas fuerzas, movió a los seres que habitan las cavernas y los árboles. Despertó a todos los insectos y roedores del mundo, cubrió de un manto de esplendor a las flores, y llenó de ímpetu y majestuosidad a los más grandes pájaros y peces. 

Los demonios y las criaturas monstruosas se estaban enfrentando a algo que nunca antes habían visto. Los dioses, al ver tal despliegue de fuerza y de colores, acudieron fugaces como haces de luz; hicieron de su divinidad un único esplendor y, juntos, entonaron la más bella melodía jamás conocida. 

En la hora más oscura, aquella que antecede al amanecer, silente y radiante, esplendoroso como nunca, el Rey Sol abrió sus ojos. Las nubes oscuras, repletas ellas de angustias y de muerte, se disiparon ante la mirada del Rey. Su luz era tan fuerte que para cuando los demonios quisieron hacerle frente, ya estaban calcinados. Todo en el planeta y en el universo mismo le cantaba al gran Astro. La existencia se tornó de nuevo cálida y sutil, leve. Los hombres habían despertado de su sueño trágico y los dioses habían vuelto a sus hogares en el cielo.— Es increíble lo que ha pasado esta noche, Julián- decía el viejo pescador –Es increíble que todo esto sucediera en una noche.

Escrito por: Pablo González
Estudiante de periodismo UdeA
Ilustrado por: Daniela Jiménez González

Posted by:Acento Ballet

Revista digital de ballet.

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